COLOMBIA.– Fernando Botero, el más reconocido pintor y escultor colombiano de la historia, falleció este viernes a los 91 años de edad.
Medios colombianos informaron que el artista murió en Mónaco, después de que una neumonía tuvo que ser atendida en un hospital en el norte de Italia, donde residía hace décadas.
Su esposa, la artista Sophia Vari, murió hace cinco meses.
Las obras de Botero, que han sido subastadas por hasta US$2 millones, dieron la vuelta al mundo: sus cuadros, destacados por personajes de grandes volúmenes, se exhiben en los museos más importantes y sus esculturas han adornado calles y plazas de grandes capitales, incluidas Madrid, París, Londres y Roma.
Personalidades como el presidente, Gustavo Petro, y el expresidente Juan Manuel Santos, se unieron a los mensajes de condolencias que llegaron del mundo del arte.
La alcaldía de Medellín declaró siete días de luto y desde este mismo viernes se realizarán eventos en homenaje al artista paisa.
Botero nació el 19 de abril de 1932 en Medellín, la segunda ciudad de Colombia.
Su padre, David, era un comerciante venido del campo que murió a los 40 años. Su madre, Flora Angulo, murió en 1972.
Diferentes biografías del artista han reportado que, si bien no fue criado en una familia creyente, su primer contacto con el arte fue a través de la religión, faceta clave en la sociedad antioqueña de entonces.
En la Medellín de la primera mitad del siglo XX había muchas más vitrales en las iglesias que museos.
De hecho, hoy el Museo de Antioquia, el más importante de la ciudad, dedica gran parte de su colección al llamado maestro, quien fue uno de los más importantes propulsores de la entidad, que está al frente de la Plaza Botero.
A los 12 años, Botero ingresó a una escuela para toreros en Medellín, una enseñanza que marcó su vida y parte de su obra. De hecho, la primera obra que vendió -a los 16 años en un mercado paisa, tiene una estética influenciada por la tauromaquia.
Según relató el artista, de adolescente fue expulsado de la secundaria por un artículo que escribió sobre Picasso y por sus dibujos, que según los sacerdotes de la escuela eran pornográficos.
Sus ilustraciones eran publicadas por el periódico El Colombiano, el más importante de la ciudad, y con el sueldo financió el fin de su bachillerato y los primeros viajes que lo llevaron a Europa y Estados Unidos.
En los años 50, Botero llegó a Bogotá y se empezó a juntar con los artistas vanguardistas de la época, dados al indigenismo y el nacionalismo.
Hizo dos exposiciones, un mural importante, se ganó un premio y así logró recursos para trasladarse a Madrid y luego a Paris.
A finales de la década del 50, Botero volvió a Colombia y se casó con Gloria Zea, una reconocida gestora cultural y coleccionista con quien se fue a vivir a México.
Desde allí, desarrolló una lectura crítica del arte nacionalista que proponían los muralistas mexicanos, así como del arte moderno que se impartía en Europa.
Y empezó a consolidar lo que sería la línea que lo daría a conocer por el mundo, marcada por las naturalezas muertas y los volúmenes expandidos con colores muy vivos.
“La primera vez que va a Europa Botero se enloquece con el Renacimiento, el arte moderno no le gustó y entonces decide hacer una fusión entre el vanguardismo y el figurativismo”, dice Jaime Cerón, curador y crítico del arte.
“Ahí desarrolla una innovación cromática que es que el cuadro puede parecer rojo, pero tiene muchos más colores, logrando una atmósfera que parece generar una armonía no visible. Era algo muy innovador para ese momento”, asegura el experto.
Pero no solo eran los colores: fue ahí que Botero hizo su versión voluminosa de la Mona Lisa, por ejemplo, una osadía transgresora.
“Eso lo convierte en la punta de lanza de la generación de su momento, porque estaba buscando universalizar elementos de la cultura antioqueña sin caer en la glorificación nacionalista”, dice Cerón.
Sin esa innovación, dice el curador, las obras de Beatriz González o Alejandro Obregón, dos de los más importantes de la historia de Colombia, “no habrían tenido el acogida que tuvieron”.
Mientras que en los años 70 Botero incluyó en sus enormes lienzos, de esos que se llevan la atención de una sala, a miembros de la familia antioqueña, en la década del 80 empezó a retratar personajes de gran estima, como la familia presidencial.
“Y ahí empieza, digamos, su declive”, dice Cerón, “porque la crítica del arte no vio con buenos ojos que se acercara a las élites reales de Europa y a los alcaldes de las grandes ciudades”.
Fue gracias a ese acercamiento a las élites que las inmensas esculturas de Botero llegaron a la Quinta Avenida de Nueva York y a la avenida del Prado de Madrid.
Pero, para los críticos del arte, fue un estilo de sentencia, tanto así que la reconocida crítica Rosalind Krauss calificó su obra de “patética”, porque lo que antes representaba una lectura vehemente del arte se volvió un ejercicio de entretenimiento y decoración para las salas de los ricos y famosos.
A principio del siglo XXI, Botero realizó una serie de obras que representaban las imágenes de las torturas en la cárcel estadounidense de Abu Ghraib.
“Y quizá eso fue lo que reflejó como pocas cosas que Botero, ya convertido en una personalidad de los principados europeos, había perdido su conexión con la realidad”, opina Cerón.
Pero, para el curador, la “obsolescencia inevitable” de la obra de Botero no impide pensar que la transgresión de la primera parte de su carrera le haya valido un espacio en la cultura colombiana.
Un espacio tan importante como el de Gabriel García Márquez, un escritor que, como Botero, les abrió el cambio a decenas de referentes. No solo en Colombia, sino en todo el mundo.
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